lunes, 16 de febrero de 2009

Como el amor de Casablanca

Como el amor de Casablanca así fue mi historia, le perdí, me desprendí de sus manos y le perdí. Decidí no tenerle a mi lado, no sentir más sus labios deshacerse entre los poros de mi piel y llegar hasta mi alma, no contener sus susurros en el recoveco donde guardo mis recuerdos, aquellos que asoman entre las sombras de mi cama en las noches de soledad, aquellos que sirven de lienzo para retratar los sueños en los que él y yo una vez fuimos uno. Habría sido tan hermoso contemplar su rostro iluminado bajo la luz de cada crepúsculo, tan bello despertar encadenada entre sus manos, formadas por eslabones de caricias que condenan a un perpetuo placer del que ser la única prisionera. No sabría decir si él también me amaba tanto como yo anhelé su alma, si así fue, jamás me lo confesó. Pero sus ojos... aquel brillo que se desprendía en la oscuridad de sus pupilas jugueteaba en mi pensamiento como lo hacen las intuiciones en las mentes de todos nosotros, ese resplandor me contaba en secreto que entre la maleza de su jardín florecía también un sentimiento. Mis días se deshacían en esperanzas y fantasías en las que el protagonista era él y yo la damisela apurada que salvar de la desdicha y la pena. Como aquel niño que guarda su diente de leche bajo la almohada esperando su regalo ansiosamente, así recogía yo en mi memoria cada palabra nacida de sus labios, cada momento vivido a su lado, cada beso... Aguardando impaciente escuchar en su voz que me amaba, que me deseaba tanto como el amanecer anhela al rocío para emerger hermoso y esplendoroso. Creía que yo podría ser el ángel que desplegaría sus alas para envolver con ellas su alma y mantenerla junto a la mía, para salvarla de las entrañas de la soledad y hacerla volar en un cielo de calma y felicidad. Pero los sueños son tan frágiles como figuras de porcelana, y así, como terminan haciendo éstas, los míos se resquebrajaron. Supongo que cuando la madurez sobreviene a la conciencia es difícil ignorar el reclamo de la razón, que las emociones se rinden a un nivel inferior donde la caja del pensamiento las relega a un segundo plano. Sabía que continuar más allá de lo que en ese momento mantenían nuestros corazones, sería como dirigirnos a un pozo en el que el fondo no era más que agua donde nuestros espíritus morirían ahogados. No me preguntéis por qué, pero al igual que Jesucristo tenía la certeza de que sería crucificado y resucitaría, yo sabía aquello con la misma seguridad. Y lo que mejor conocía es que este amor se transformaría tarde o temprano en la tea que arrasaría cada rincón de mí, destruyendo con su fuego una y otra vez todo hierbajo de alegría que quedase indemne en cada envestida a mi ser. El futuro que nos aguardaba era desgraciado y la pena que lo terminaría asolando se me aparecía noche tras noche, como un fantasma que retorna del averno para avisar de una muerte próxima pero evitable. Me debatía minuto a minuto, segundo a segundo, entre optar por la felicidad de unos días para terminar forjando un final amargo y desdichado, en el que ambos quedaríamos como los resquicios de un pasado afortunado, o decir adiós por siempre a aquél que más he amado durante toda mi existencia, para hacer de nuestros sinos caminos separados y procurarnos, si no a mí que lo perdía todo, al menos a él, una vida más feliz. Yo no podía ser princesa más que de un sólo rey, y ese rey me esperaba en su palacio con todo el amor de su reino guardado en arcas doradas para mí. Esta es la parte del relato que no he narrado hasta ahora, y es que desde mucho antes de los inicios de esta historia yo ya había entregado mi corazón a un hombre bueno y noble al que quise y adoré tanto como un creyente adora a su dios. Aquel día estaba tan triste, tan solo... que no merecía un ser colmado de tanta bondad ese sufrimiento. Yo le di lo que necesitaba, le rescaté de su agonía y le mecí entre carantoñas, tan tiernamente como sólo una madre puede calmar a su bebé, hasta que su dolor eximió y se enamoró de mí, tan profundamente que fui incapaz de apartarme de él y abandonarle en los abismos de la soledad. Y por eso, igual que Ilsa decidió marchar con su esposo y perder a Rick , su verdadero amor, así elegí yo, porque estábamos condenados a fracasar, porque no podía ser yo quien hiriese una vez más a aquel hombre bueno. Hoy prosigo mi camino junto a él, mi recompensa es ver su sonrisa cada instante que me observa, pero aún cuando nadie me mira, cierro los ojos y recuerdo a mi lejano Rick, el único al que amé y amaré en la infinidad de mis días.

Autora: Yuna Sermar

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