viernes, 7 de agosto de 2009

Relato Maldito I: "Cadaver insurrecto."

(Infadum, regina, juves renovare dolorem.)

Capitulo I

¡Eh brutos, y fieros! ¡condenados esclavos!
sientense a mi lado, muertos; y escuchen mi historia...

Asediar el corazón en un respiro monótono cada día, donde
espinas y serpientes colocaban su sobrepeso a estos brazos,
de los cuales emerge un espejo o recuerdo asmático de lo que fui
y lo que dicto en estos versos rebuscados.
Era el génesis de mi espantosa imaginaciòn y no me preocupaba,
todo me parecía tan absurdo, la vida misma una simple caja absurda
de circunstancias y todo lo que a ella se refiere,
encerrado en la misantropía, acurrucado entre mis piernas esperaba
el primitivo objeto que no me lo parecía, una mujer;
yo, era un maldito misterioso que bajo las campanas juveniles repudiaba todo,
y sabiendo que llegaría aunque los dolores no cesaran,
me senté a esperarla. !A ella, según el vulgo perseguida una y otra vez!
Pasaron los inviernos y retornó; al pueblo donde las pestes y las epidemias
rebasaban, preambulò cierto regocijo indefinido en su advenimiento,
su retorno desde la vieja Roma sonrojaba fluorescencia al paisaje,
extrañaba su perfume, los aromas inquietantes de sus aires respirados;
no me conocía, aún así sentía como las flores posaban de musas sobre sus cabellos.
Bajó de un antiguo carruaje, con mirada de hipnotizadores tronos regocijados,
con labios de finura sutil y corporis esmeralda,
agobiada por el trayecto agotador miró mi escuálido cuerpo recostado en el suelo,
retraída por los corceles del tiempo y la ausencia del descanso,
entrò a su hogar con una sonrisa pintada en la boca.
No paso mucho tiempo para persuadirle amorosamente y ganar su afecto, pero pasaron
algunos meses en los que juntos habíamos digerido los días perfectos;
cuyo recorrido de mis fluidas pulsaciones resurigirían nuevamente
en cada gesto suyo,y solo en ella podía notarse que su ser
era reencarnación de una mujer divina,bellisima, y he aquí el principio de mi destino;
!un espectàculo ver la sonrisa de un àngel enfermizo
al que nunca recordarè jubilosamente otra vez! Maldigo en vano mi muerte.
Era dócil, aunque un poco pálida parecía enferma y
desertora a los principios populares, no era tan diferente su desdicha a la mía,
si fueran mis ojos quienes escribieran
los versos, !mudos esparcirían el recuerdo uterino de mi madre sobre mis tintas!
Y esta vez me encontraría tras una laguna de frustraciòn al ser pronto
despojado de ella...

Capitulo II

Allí estaba callado, de mirada odiosa; en una sala amplia
soñando mi muerte. La imaginaciòn plagada de bestias ´
e insectos movía sus engranajes dejando esa estela luminosa
que se encuentra efìmeramente en los ojos de un muerto,
ahora me acechaba, y me juzgarìan de loco por solo
balbucear unos cuantos pensamientos.
Obligado por mi padre a estudiar las mediocridades literarias,
rodeado de futuros culteranos imbéciles, fanfarrones,
sierpes sin talento que jamás; podrían esplender las
constelaciones en un podrido verso. Ni debajo de sus greñas,
ni dentro de sus herméticos corazones hallarìa nadie
el ingenio y el alma. Aún asi, rodeado de tantos
aduladores sostenía en mi puño la pluma con fuerza
esperando que termine la jornada de estudio.
Asfixiado, abrí una ventana en búsqueda de aire y en mi
otra vez comenzo a fluir el pensamiento;
al jardín fijè la vista, interpretaba los espigones de cuarzo que,
enlazados a las enredaderas, eran una mentira, En realidad
serían los colosales mástiles de un antiguo barco estancado
en el hielo, y ante la desgraciada situación de los navegantes,
unas cuantas medusas con sus guedejas de asquerosos ofidios,
le darían duelo a esta tripulación barbara y convulsa.
En ese instante cesó mi enfermedad mental,
resurgiendo como los enhiestos fénices mi enfermedad cardiaca,
o mejor visto, era una atroz puntada que me tornaba
a la hipocondrìa y de mi se mofaba. ¿Cómo olvidar de lo
que me privaban? Una dama de ojos fatuos azulinos
a la que amaba, si, a pesar de ser un mancebo
le amaba. Me perdí en los estados de ánimo tan cambiantes;
poseía las manos vírgenes sedientas de roze y de mi labio para ella,
afloraban versos no menos impecables que los del vetusto Homero.
Y me ahorraré lo demás, pues estaría fuera del
alcance comprender mi imagen sobre la belleza,
el mundo y la naturaleza corriendo por mis venas
donde ahora fluye polvo. ¡Que necedades cometía al
no hacer nada; como un cuerpo inerte, un errante
fantasma ante los ojos de todos!
Ante mi angustia y mi rabia me fue inevitable
sostener mi pluma entre manos, y arrojé el instrumento
cargado a la cabeza de uno que sonreía lleno de falsos gracejos
e intentaba ganar puntos con el anciano doctorado en letras;
eso fue una tontería, cansado el viejo de aplicar modernos
castigos, a los que siempre me sometía, dio un raudo movimiento
con su puntero para azotarme en el rostro; al momento vi como
su mano se desvanecía entre una laguna de sangre, ante un
corte hendido, A la vista de todos - pero no a la mía - le castigaba;
frente al griterío y los alaridos, yo me sumergía en mi asiento
tranquilamente razonando, observaba el rostro pálido y los
labios secos de los espectadores. Medité un momento,
recordé que pasado el día, ella y su madre la baronesa
emprenderían nuevos rumbos, eran constantemente perseguidas
por injuria, calumnia, blasfemia, ¡cuantas denominaciones para
la practica de las artes obscuras! Y así de ese modo tenia
que serlo. ¡Artes obscuras, que tonterías! habría la boca
pregonado ayer, pero nisiquiera yo sabía el origen
de tal ente extraño que deambulando cerca mio y
de mi asiento; me perseguía.

Capitulo III

Pasados los espasmos y las nauseas clausuraron el liceo;
salí hacia afuera teniendo esta maldita cosa a mi lado,
algunos inspectores de la ley acompañados de otros eruditos
eclesiásticos penetraban por doquier e indagaban el caso,
al grito de la interrogación corrí cercenando
el aire como una flecha. Entré a la casa de mi padre,
robé su bolsa de oro, cogí el pobre alimento que tenía a mano
y fui en búsqueda de mi navaja oxidada;
terminado el día me veía perpetuado por el
galope nocturno, estos bastardos me perseguían por
un homicidio del cual no era culpable.
Caminé un largo tiempo, llegué al recinto de la
baronesa y me escondí tras unos barriles de ginebra;
espere un momento...
Allí se encontraba esa mujer putrefacta llamando a
su cochero, logré adentrarme en un compartimiento del
carruaje y un chillido resonaba dentro, esos sollozos
asquerosos de los que uno oye y cae al suelo melancólico;
el flujo de agravantes lágrimas se elevaba a medida
que aceleraban el rumbo los corceles negros, no dejaba
de perseguirme esta mustia sombra todo el tiempo, con
sus persecuciones exageradas me acosaba. Lamentaba mi
mente haber perdido la cuenta de todo tiempo y espacio, y
¡le tenía pegada sobre mi cuerpo postrado, casi rozandome
el rostro! La suma de aquellos lamentos y este espíritu
deteriorado dio a luz que llegara a tal punto de
nerviosismo, que mi sesera dejara de funcionar;
apagandose en un profundo desmayo.
Pasado el letargo, oí que los caballos adormecían la marcha;
apresurado abrí el compartimiento de madera y me
lancè a los delicados arbustos. Pude verla, a ella y a
su destino; mis ojos que en la pesadez habían permanecido
infinitas horas, quizá días enteros, se descolocaron al verla
tan ofuscada, casi de posición asfìctica por la penumbra.
La esperaba una mansión, dentro de ella
unas manos deslizaban las notas de un agónico Chopin sobre
un piano. Su madre pagó al cochero, ella observó la luna
un instante y entraron rápidamente.
Los mármoles de las estatuas; se reflejaban en una
fusión de firmamentos retorcidos, de estrellas coaguladas
que encendían ojos de diabólico destello en las
figuras de piedra, aunque, a nada temía.
Tarde mi rumbo encendió, puse pie a través de un
caliginoso bosque nocturno anhelando un lugar de reposo;
continuaba tan ligero y efímero como yo mismo, no me
atrevo a relatar cuan tenebroso me dominaba el camino,
presencias de quimeras tan extrañas y de siluetas destartaladas,
la horrible canción de los búhos, el reptar de los ofidios
danzando en los pastos. Algo me irritaba, algo clavaba
en mi su homicida mirada, me pareció ver lejanamente
a un hombre jayán y corpulento perseguido por dos más,
mi navaja les esperaba ansiosa; pero nada
se presentó en ese entonces.

Capitulo IV

Descansé conturbado sobre una roca, evocaba haber
dado con este ser por una fuga nocturna; luego de
pisar un enorme pentaculo surcado en el suelo
del cementerio ancestral de la baronesa loca;
como una especie de gigantes círculos de transmutación
de los que leía en la infancia. Cegado por el capricho
y un razonamiento tosco, lograba burlar a los guardianes
para irrumpir en el aposento de Dragonia, viéndome
obligado a sumergirme en un trayecto al que no eran
bienvenidos esos centinelas infernales. La mujer de la
hechiceria solía desenterrar los restos y transportarlos
tras cada nuevo asentamiento, sin importar gastos;
heredaba una descomunal fortuna. Haber metido la pata
donde no debía, sería mi propio destierro.
Ya no me era indiferente su presencia y comenzaba
a gustarme, le ofrecí un trozo de pan rancio y
se rehuso a comer, diciendo que se alimentaba
de mis pensamientos. Que extraño, era un residente de aspecto
macabro, acabó con toda mi lógica y explicaciones de
científico frustrado al caso, solo me quedaba creer;
¿creer? yo, ¡el líder del pensar escéptico!
Había encontrado algo sencillo como yo mismo;
una buena manera de probar mi cordura, y descartar
el hecho de que me encontrara disparatando en uno
de mis sueños, era preguntarle algo;
si su respuesta me era totalmente desconocida,
no me encontraría de presidio en un engaño
de mi mente ya que en ella no residiría ni un
vago recuerdo, ni una mínima coincidencia con mis
conocimientos. Luego de preguntar a este indefinido
flotante de donde originaba, quedé con mis labios
obedeciendo al estado frío; dando movimientos bruscos
y violentos contra la sólida roca.
- Hemos sobrevivido a la batalla de Eribus...
Ya sea por el excesivo rotundo de esas palabras, por
la inagotable fuente de contradicciones en mi cerebro,
los miembros se me postraron inmóviles al suelo y la
vista se me apago largo rato. Desperté en la total
inercia, y tuve un encuentro cercano con mi demencia
sentimental, que de a ratos sobrevolaba por aqui;
ahi estaba la prueba de mi buen juicio, un tedioso
espectro casi fèmino que tan delicado apagaba sus
curvas en una lineal nube de niebla;
me habìa perseguido, como este cuerpo a sus impulsos.
Terminada una vez mi reflexiòn emprendì vuelo,
no muy lejos del supersticioso bosque me topè las
puertas de una horrible taberna; el hedor y los
rostros en arcadas, las mentes sufridas por el monòtono
sonido de un reloj. Preguntè a un viejo de tez
hipocrita donde dormir y, con una sonrisa entre
dientes ofrecio su cuarto de huespedes,
le veìa fùnebre pinta, pero mi cuerpo exigìa y
de tal modo me condicionaba a ceder.

Capitulo V

Me sirvió una copa, y pregunté por unas medallas que
colgadas en la pared parecían resplandecer; el tabernero
dio un discurso de como las había ganado en el
ejercito, y que ahora le habían dejado en la pobreza
solo con la taberna y el negocio de la pòlvora;
cuando todos cargaban mosquete en mano. Bebidas
y armas, ¡una buena combinaciòn para los locos!
Al momento desenfundaba mi bolsa de oro cuando
un caballero me apretó las manos nervioso.
- Esta es la garganta de la perdición, aquí enfrían
los sesos y viciosos se tornan los corazones, Al cabo
de unas horas, cuando en confortable lecho te
encuentres, robaran hasta el màs noble de tus
suspiros para empeñarlo, y asi continuar en el
transcurso lamentable del vicio.
Cruce palabras con este hombre, relataba sin saberlo,
sobre un asesino que masacraba ìmpiamente en
el pueblo; Frido, exclamó con temor, como si el
homicida se comparara con Atila. Dijo ser músico,
y cuando llevaba la bebida a la boca contaba de
sus padres ricos que desde Francia le enviaban
valiosos instrumentos; me preguntaba que hacia este
ricachón en una hedionda y repulsiva taberna,
pero luego mencionó que tenía el corazón malo
por una enfermedad; y que se alistarìa al ejercito
de su patria o quizá, se suicidaría.
Dialogué largo rato olvidando mi fatiga muscular
y psíquica, comenzaba a ignorar cuanto me decía
hasta que de sus labios entrecortados escuché, que era
dueño de una mansión, y que tenía huéspedes que
a parte de pagar su inconsciente gula de brebajes
noctambulismicos, pronto comprarían su mansión.
Me sorprende la cualidad de los borrachos al hablar,
pues, pueden a un desconocido relatar su vida
abiertamente y son incapaces de mentir de manera ingeniosa;
esa palabra, mansión, resonaba una y otra vez
taladrando mis oídos repetitivamente pero luego cambió
tan bruscamente su carácter, ¡ahora me provocaban
terror sus maneras sutiles y melancólicas! , siempre prisionero
del nerviosismo, de los labios convulsionados; pálido el
rostro y huesudo, su oblicua cabeza que parecìa humear
fuego de las sienes movía cronometricamente hacia adelante y atrás.
¡Oh, experto insepulto, escudo de los guardianes esqueléticos,
terror, que era el terror más que la suma de todas
las obscuridades! ¡Parecía como si de un tirón me
sacaría toda la carne, y luego se inclinaría devotamente
al canibalismo!, afortunadamente era uno de mis
ataques diarios, mentales, ¡como este hombre tan suave y de voz
encantadora fuere a lastimarme, que tontería!
Emborrachó temprano y comenzo a sentir el peso
de los brebajes en su cuerpo, se marcho danzando
una vieja canción que silbaba. Aún cuando la noche
joven era, le perseguí convencido de que su mansión;
era la de mi Dragonia.

Capitulo VI

Seguí de cerca el rastro del tal Amancio de Lier,
parecía tan patético en su estado; pero sabía el de ojo agudo
que en sus notas mecánicas hasta el más sanguinario, cruel
e insignificante hombre encontraría al cielo tumbado y a
las fantasìas izadas por el golpe de una simple tecla polifónica;
pese a que la ternura y la tristeza servidas en bandejas de oro
era digno de admirar, porque encarnaba tan justo en el
cuero de Chopin que lo hubiese confundido con el mismo
a no ser por esa borrachera; una marioneta exacta de la belleza
a punto de extinguirse.
No me engaño con sus habladurías, allí estaba, la replica de
la mansión con sus mármoles alados. El problema no era
pedir una invitaciòn en parte del señor, lo era la bruja
insolente que me odiaba, su madre; tenía tanta fama de
agarrarselas con uno y lanzar tal conjuro que incendiaría
los astros, nunca creería tal memez y me burlaría de ella
escupiendo sobre su cara que eran mentiras, si hubiera
ganado en mi juego de cordura.
Yo mismo poseía la complexiòn física de un infame ladrón
y al ver las rudas ventanas abiertas las atravesé de un salto;
me adentré, caminaba serio por un pasillo lleno, plagado de
lujos; estatuillas de cristal, ornamentas de plata, antiguas
espadas y armaduras metálicas, viajaba en dirección hacia
los lamentos de dolor que se destilaban desde una lejana habitación
cuando afortunadamente no fui sorprendido por el criado que
salía de su habitación con un candelabro,
iluminando casi toda atmósfera resentida;
resbale esquivando su mirada y caí en las escaleras de una bodega
infectada de largas telarañas.
No soportaba la apetencia, los intestinos aullaban motrizmente,
al unisono de la caja sentimental; alzè mi cuchillo contra todo
lo que su silueta movía, ratas, escarabajos, arañas, sin miedo a contraer
alguna extraña enfermedad, ya sea todo esto por
instinto y necesidad absoluta, que repugnantemente
me clavaban sus colmillos a frialdad perpetuus. En
extensos días no había ingerido más que un pan en estado putrefacto;
me senté a disfrutar de la comida mientras observaba unos lienzos
de Caravaggio, que precisamente
venían al caso para fortuna de mis ojos.
Dominé el pasillo sigiloso, la calavera del tiempo aún
corría entre las gibas de luna eclipsada, al detenerme
frente a uno de los aposentos este espectro que me perseguía
parecía haber enfermado; giraba una y otras
veces sobre su propio eje, danzando en movimientos epilépticos,
tras esa puerta alguna desconocida e insólita energía
se concentraba, y desceñía al magnetismo de mi curiosidad.
Dudaba someterme a ella, entre pétreos respiros sospechaba;
un fúnebre desenlace.

Capitulo VII

Acomodé mi ojo al cerrojo, detrás; un escenario de pocos
espectadores para avistar la furtiva masacre,
era una dama a la que desconocía. Dentro residía el asesino
que todos temían, Frido; la tenía sujeta con una cuerda
en cada uno de sus miembros inocentes y tan endebles,
una mordaza en su boca, una venda en sus ojos,
completamente desnuda.
El bastardo levantaba repetitivamente su cuchillo hacia
arriba y abajo alienado; sumergió por vez ultima la
lengua en una de las mejillas, cortó las venas de su
muñeca delicadamente e hizo otras cosas que prefiero
no recordar... ¡Hasta que la indefensa desprendió la ultima de
sus respiraciones! Mi vista únicamente reclamaba justicia
mientras apoyaba nervioso, sobre los goznes, mi hueca
cabeza; luego de mi impotencia supe que el corpulento
me perseguía y fijé la visión una vez más;
no estaba solo, era una cacería distinguida, le acompañaban
dos que le aplaudían en silencio. Uno tenía dos cuernos uniformes,
una larga túnica violeta, dos bocas desproporcionadas y
¡seis ojos que orbitaban mecánicamente hacia todos lados!
El otro se derramaba como líquido por las paredes ensangrentadas,
llevaba un extraño símbolo en su pecho y parecían de araña sus patas.
Se revolcaban en el suelo, luego en el techo, ovacionando la obra
del asesino; y entre un silencio horizontal y vertical
flotaban de a cientos los relojes dando las doce en punto.
Corrí sin importar nada en busca de mi dama,
le desperté energicamente y la saqué del lecho con la
fuerza de un titán; tomé su brazo demacrado explicando todo lo
sucedido y cedió al momento, aunque ella no dejaría
a su madre. Nos apresuramos a su aposento pero ya
no estaba, se había expendido su persona en la incertidumbre,
lo que mis cálculos tomaron de más extraño en ello. Salimos afuera
por una puerta trasera, tomé prestado un caballo color ocre, que
nunca podría devolver porque desventuradamente murió a mitad
de camino; no me sorprendía que mi amada tenga pegada a su
cuerpo una de estas figuras, y como todas las mujeres,
siempre titulando con cariño las mascotas y las
marionetas; le llamaba Eferido,
el cual nos acompañaba siempre callado como un demonio al
que en los terribles ardores del infierno le hubiesen zurcido
la boca eternas veces. En ese momento Mortre, - había nombrado
con un condicionante a la sombra- no cesaba de vocear
obsesivamente un nombre;
Serpth Friden.

Capitulo VIII

Mi Dragonia lloraba la muerte del corcel tiznada de lágrimas,
me gustaba verle llorar como reír, le amaba
en todas sus formas; tenía los pàrpados pintados de
ígnea rosa otoñal, labios espectrales que no podrían
compararse a los rayos de sol en las estatuas egipcias,
pues a todo le superaba. Me provocaba exquisito placer
ojear sus manos de suave terciopelo, como aquel niño
enfermizo y agonizante ante un sueño de opio,
juro que mi amor no elevaría tanto hasta el cosmos,
de no ser por ese rasgo de la delicadeza en sus ojos,
como plomizos astros que fúnebres colapsan, contra el
féretro de mi enorme voluntad con todo su peso.
En ese entonces me tumbé en sus brazos para idear
un plan, recordé aquella irritación en el bosque y
se me ocurrió el más tosco, bruto y suicida que mi
débil mente mediocre sería capaz de ingeniar.
Caminé unos metros y cogí unas ramas, vertiginosamente
corrí solo hasta la garganta de la perdición, dí al tabernero
unas cuantas monedas de oro y a cambio recibí una gran
cantidad de pólvora, una lampara de aceite y unas telas metálicas;
jugaba a Pericles mientras gorjeaba en sudores; troté acelerado
una vez más llevando un carro de carga colmado de barriles
hasta llegar donde ella me esperaba.
Tenía buena memoria y caminamos hasta el sitio donde rememoraba
haber visto la guarida del criminal, esta vez mi único amor
sería el señuelo o la carnada, por lo cual debía ser preciso;
un error me costaría nada menos que la vida.
Había pedido el mosquete al tabernero y el maldito
se negó diciendo que valía más vidas su arma,
que las de toda mi estirpe; por lo cual mi venganza
fue robarle su pala. Maldito viejo ignorante, llevaba las
manos al rostro dando risotadas, titulandome de loco. Mientras
caminaba casi a galope recordaba sus palabras y maldecìa, odiaba
que me titulen de ese modo; tomé conciencia de mi situaciòn
y dije a mi mismo que debìa fijar mi atención a los cálculos;
pregunté a Mortre que tan fuerte era el tal Serpth Friden,
y si era el de los ojos bufalinos; afirmó con la cabeza mencionando
que su poderío equivalìa a cuatro armas o hierros.
A la mirada de mi idolatrada, cavé una fosa de gran tamaño
en la tierra, desplegué por ella las telas metálicas para concentrar
la pólvora -unos cuantos barriles- sin derrochar un solo grano,
además no se mezclarìa con la tierra húmeda, y oculté
el agujero minuciosamente.
Una vez terminada mi labor dudaba como hacerlo, pero los
hideputas siempre ante una mujer, menos razonaban y declinaban
su campo visual enfocándose solo en un objeto; por lo cual
el chivo expiatorio ella, debía serlo, yo,
que hurgando en el Hades las bóvedas, los laberintos,
recorriendo los reforzados calabozos hubiera encontrado
las reliquias más codiciadas y las aventuras grotescas de un
anciano griego superado, exudaba congelado a causa de la influencia
del mismo riesgo mortífero y emperador; expliqué el plan a Dragonia
convincentemente con voz de seguridad y en tono de rudeza
para aplacar su temor; y salió en camino como una saeta.

Capitulo IX

Las entrañas pasmadas y las sienes de tintes apoplejicas me derretían;
me encontraba reptando en el suelo tras un árbol, cuando
despertaron mi atenciòn los gritos de pánico. Alcé la
cabeza para ver y era ella, ¡que perseguida preludiaba el
fin existencial! Habíamos bebido la fortuna de nuestro vaso,
y tenía al diablo entregado sobre mis manos.
Preciso a lo planeado, parada justamente detrás del agujero
clavó sus piernas y, cuando el inmenso torturador
a metros de la trampa situaba, y a cadencia agilizaba el paso,
la dama corrió con la más jubilosa energía para no regresar jamas;
esta acción acrecentó la ansiedad del enfermo psicópata y sus
confabulados, brindándome de más la posibilidad del esperado
triunfo justiciero.
Los dos centinelas flotantes esperaban mis ordenes,
escondidos por el manto obscuro sobre la copa de unos
árboles; ¡el maldito con su torpe ceguera y sed escarlata de
sangre novicia, había caído en la telaraña!
rápidamente ordené a Mortre y al otro ¡lanzarle todo
su odio abominable al amorfo de los ojos heterogèneos!
así concebir el artificio y la distracción necesaria.
Gritó solo dos veces el presidio asesino en su tumba cuando
estampé con todas mis fuerzas aquella lampara y la reacción
generó un sonido de total estridente; luego me vi con las
manos ensangrentadas fijando la vista a la prisión de fuego,
casi fusionada mi espalda contra un árbol de ancestrales troncos.
La explosión paralizò mi brazo derecho y nubló mis sentidos
un lapso de tiempo considerable;
había asignado un suicidio, un suicidio voluntario,
el insecto multiforme de líquido entregaba su vida
por salvar de las brutales brasas a Frido, ¡que tan
resistente fue su cuerpo al sobrevivir! Y el agua de la bestia
apagaba el fuego que recorría en ese entonces por todas
sus circunferencias malignas. ¡El maldito gusano infame,
envuelto en fuego negro, rescatado, y rebasado de cólera!
Venia hacia mi desfigurado, ¡dispuesto a extinguirme! Y había
fallado mi As bajo la manga... Al salir del aposento de la
baronesa, distraje a Dragonia y robé su libro de nigromancia
dejando una nota con la ubicación donde estaría el ladrón
del Nec... y aún así no acudió llena de rabia para salvarme.
Mortre y el otro batallaron, y moribundos los tres agonizaban
en el frío montón de tierra; no tuve más remedio,
me abalancé a clavar mi cuchillo en el corazón del asesino,
me vi entonces tirando ataques confusos a todo lo que en mi
aturdimiento creía ver acojonado por el terror. Logré plasmar
su fin con un revés habilidoso,
¡justo en la entraña sagrada! , ya no sentìa el perfume de mi
amada en mi vestimenta, tan solo el hedor de mi sangre inocente
y la tan desvelada y sudorosa tez febril de mi enemigo, al instante
algo caía de mi talega con abundante peso.
¡Justo en ese momento acudía este longevo demonio humano;
la baronesa, demenciada! Haciendo unos movimientos atolondrados
con sus manos y lanzando tal poderoso conjuro que todo
convirtiese, agresivamente, en cristalina escarcha; atrapando
al asesino en una masa de cristales opacos.
Oí que mi nombre gritaron, ¡oh desgracia! era muy tarde,
trece cuchilladas yacían surcadas y asquerosas en mi pecho...
Estaba muerto, ¡muerto!, permanecìa sobre mi lamentable cadáver
de una manera áspera; dolorosa, frente a las páginas del libro
intacto, intentando resucitarme, ¡murmurando lenguas muertas!
Esta vez algo succionaba mi sangre, sujetaba mi elemento dando puntadas
en mis brazos; mientras dos ciclòpeas parcas de granito apretaban
mis ojos, contra una pesada diatriba de blasfemias.

Autor: Ortiz Matias Joel

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